Nunca es demasiado grato volver a sitios de recuerdos, digamos que, poco alegres. Pero en más de una ocasión las circunstacias te obligan a ello, y no te queda más que pasar por el tubo. De todas formas, como de costumbre, siempre hay que intentar sacar el jugo más dulce de hasta la naranja más amarga; y así es como se extraen los pequeños placeres de la vida.
Ésta vez me tocaba ir a Santander, vía aeropuerto de Bilbao, volando con Spanair. Me daba cierta alegría poder volar en un Boeing 717, pero al final no, viajé en un MD83, me encantan éstos bichitos; de hecho mi primer viaje en avión lo hice en un DC9 de Aviaco, que es más o menos el mismo avión. Si lo ves desde fuera es terriblemente gracil subiendo hacia los cielos, y dentro si escoges asiento a la izquierda, como de ese lado sólo hay dos asientos (y 3 en el lado derecho) te permite acomodar sin problemas tu equipaje de mano (ésta vez sólo mi mochila HP). No sé si fue debido a que llevaba el estómago vacío, o si es que realmente descendiamos muy rápido pero el descenso a Bilbao fue emocionante, con la agradable sensación en el estómago cada vez que notabas el descenso del avión.
A diferencia de otros aviones cuando han de aterrizar para hacerlos bajar han de inclinar el morro con alegría (ésto es particularmente agresivo en aviones como los CRJ); más divertido, claro que si volar te produce cierto desasosiego, entonces mejor ir en un Boeing 737 o en un Airbus 320. Bueno y aquí el primer pequeño placer del viaje.
Una vez aterrizado me tocaba pasarme por las oficinas de Europcar a recoger el cochecito de alquiler, ésta vez me dieron la opción de escoger entre un Renault Clio o un Toyota Yaris. Me incliné por el último, ya que nunca había conducido un Toyota. Considerando para quien iba a trabajar, lo cierto es que hubiese sido más políticamente correcto llevar un Renault, un coche de la alianza, antes que uno de la competencia, pero creo que nunca he resaltado especialmente por ser un tipo políticamente correcto.
En el camino hacía Santander había unos cuantos radares por autopista, así que más valía conducir con cuidado en el cuenta kilómetros para no pasarse. El problemita (al menos para mí) del Yaris es que tenía los indicadores en el centro, no delante, y además en formato digital, acostumbrado como estoy a mi Ford Fiesta Ubuntu que me lo lleva delante de las narices y en formato analógico (vamos, con agujas) controlar la velocidad me resultaba más complicado.
Lo cierto es que con el pedal del acelerador puedo ser un completo imbécil, me encanta darle fuerte al pedal del acelerador, y me tengo que contener. ¡Ojo! que darle al pedal sólo cuando el tráfico lo permite con seguridad, por más que me guste correr si el tráfico es muy denso tampoco lo haría. Al menos, los radares que tenían por allí estaban marcados, de tal forma que si te multan es ya casi por alevosía, de todas formas los tenían puestos en aquellos lugares en que la velocidad no estaba limitada a 120km/h sino a 100km/h, y en algunas ocasiones en bajada, ¡ah, ése espíritu recaudador del estado!.
Ya por la noche en el restaurante del hotel, me dí otro par de placeres. A la camarera (¿qué le vamos a hacer? lo mío con las camareras parece no tener fín) de allí la debo tener medio patidifusa, anteriormente por la noche del Lambrusco y en ésta ocasión, no tuve mejor idea que pedirle 3 platos para comer, vamos como si estuviese en un chino. Obviamente puso reparos y me dijo que era mucha cantidad para una persona; no sabía con quien se las estaba viendo, así que le respondí la verdad: que soy de mucho comer.
La leyenda del hombre con un estómago sin fondo existe, tengo el (¿)honor(?) de ser uno de ellos, además conozco a dos amigos que también lo son, y un compañero de trabajo que además de serlo, nos gana por goleada. Lo que sucede es que además a mí se me vé demasiado flaco como para engullir lo que en ocasiones llego a tragar. Con esas los 3 platos fueron a pagar a mi estómago sin problemas, ante la increduliad de la pobre camarera, que pensaba que sería el típico al que le comía más la vista que la boca.
Cuando acabé con ése festín, fuí a por el libro que me compré en el aeropuerto, me pedí una tónica con Pulco en el bar del hotel y me estuve tranquilamente en los sofacitos del área común bebiendo y leyendo bien relajado. ¡Éso es vida!
Ya de regreso al aeropuerto, pude zafarme tranquilamente de las chicas que te intentan vender las tarjetas de crédito de American Express/Spanair. La verdad es que es para decirles: «yo lo que necesito es una novia guapa como tú, no una tarjeta de crédito». Salvado eso me dediqué a dar vueltas por las (pocas) tiendas del aeropuerto, ví una chaqueta que me gustó, pero el precio casi me tira al suelo: 229€urazos, ¡que buen gusto tiene el niño!
Y ya en el regreso, el último buen trago del viaje, vuelo en un Fokker100, avión chiquitito, en el que no había viajado nunca. Lo mejor de todo es que viajé en Bussiness Class, lo cual está siempre bien, más si se consideran otros viajes, como el del Win Litera Team, que algún día tendré que explicar.
Después de tanto trote sólo me quedaba ir a la inauguración de Chic Sant Cugat, pero es que el cuerpo ¡¡no dá para tanto!!